martes, 3 de enero de 2012

En el fondo de mi mochila

Hoy rescaté de lo más profundo de mi mochila un paquete de Oreo para desayunar. Ahí donde conviven los lápices usados a medias con la tinta de biromes viejas, donde comparten cama las pelusas y las gomas de borrar. En ese lugar tan tenebroso también viven juntos la mugre y los boletos de colectivo que, sin importar dónde los guardemos, siempre terminan ahí amontonados como si ese fuese esa su razón de ser.

Siempre que la necesidad tocó a mi puerta me he tomado el atrevimiento de incursionar en esas profundidades, pero nunca antes de haber probado todo tipo de solución primero. Cuando la esperanza es lo único que queda entonces ahí sí me he zambullido en la impenetrable oscuridad del fondo de mi mochila para revolver con manos ansiosas como un niño revuelve su baúl de juguetes, manoseándolo todo hasta palpar algo frío, plano y redondito que pueda pasar por una moneda para el colectivo. Es un lugar donde convive el olvido con la esperanza, y la esperanza con la desesperación. Y es que por lo general, esos los lugares saben esconderse. Bueno, éste también se encuentra a mis espaldas. Y si me muevo también se mueve de igual manera, escapando de mi y refugiándose como quien teme ser visto.

Tengo mis serias sospechas de que ahí dentro pasan cosas extraordinarias. Mi abuelo una vez me dijo que en las mochilas de los chicos viven unos seres muy muy pequeñitos. Ellos trabajan día y noche (sobre todo de noche) para fabricar una a una las cosas que nos faltan. Algunas cosas no las fabrican ellos, claro, porque no pueden fabricar todo, pero se las arreglan para conseguirlas y colocarlas allí, donde quedan al reparo de nosotros, los humanos, hasta que un día metemos la mano como sabandijas que somos para arrebatarlas sin siquiera decir gracias. Pero no se hacen problema porque nos conocen bien y saben que somos unos desagradecidos, estos diminutos seres son felices dando esas pequeñas cosas que calzan justo con nuestra necesidad. Como un lápiz, o una moneda para el colectivo. Tal vez también un papel donde escribir un número a las apuradas o incluso en esos días donde todo nos salió mal, un caramelo pegoteado que nos endulce la vuelta a casa.

Siempre que revuelvo y encuentro doy las gracias en voz bajita para no molestarlos. Yo no se si mi abuelo tenía razón, pero me gusta creer que en el mundo hay gente así.

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